Capítulo 1 - Día especial

CAPITULO 1
Día especial




La mañana se levantaba fresca, radiante, con las primeras gotas de rocío ya colocadas sobre los tiernos brotes verdes que creían en las lindes de los caminos. El pequeño poblado situado en pleno valle parecía despertar de una noche más. Los hombres salían de sus casas humildes construidas con piedras y madera, los dos recursos que más abundaban por los alrededores. Las lámparas de aceite que colgaban de los tejados de los porches de las casas fueron apagándolas una por una según iban saliendo sus dueños.
Poco a poco, Carvahall se fue levantando después de la larga noche.
Poco más al norte de la entrada principal del pueblo se alzaba un pequeño castillo, aunque por su construcción podía considerarse fuerte y seguro. Alto, de tres pisos amplios y bien iluminados gracias a los ventanales, aquel palacio de piedra parecía ser el guardián del pueblo.
La cocina estaba desierta, totalmente en silencio. Por el ventanal de la pared principal se colaban los primeros rayos de sol, iluminando la estancia. De pronto, la tosca puerta de madera se abrió con un crujido y una mujer rubia entró andando deprisa. Adulta, iba ataviada con un vestido azul oscuro, con cenefas plateadas en los puños. Llevaba su melena rubia suelta por la espalda, junto con unas finas trenzas que, cumpliendo la función de diadema, le retiraban el pelo de la cara. Se acercó hasta un estante de madera y lo abrió, sacando un par de cosas de su interior. Alargó el brazo y abrió la ventana. Asomó la cabeza por ésta y gritó:
—¡Ismira! ¡Ismira! Baja muchacha, que ya ha amanecido y el desayuno está casi listo. 
Calló y cerró la ventana de nuevo. Fuera era pleno invierno y hacía un frío terrible, al menos hasta que se levantase un poco más la mañana. La mujer continuó preparando el desayuno. Puso una sartén sobre el fuego y frió varios huevos. A continuación, sacó dos platos de otro estantes y los colocó sobre una mesa de madera clara. Enseguida, la cocina se impregnó de aquel olor tan apetecible del olor de los huevos fritos y el pan tostado con mermelada. Desde el pasillo llegó el ruido de varios pasos aproximándose, y en la puerta de la cocina apareció una muchacha.
Se desperezó al igual que un gato y se frotó un ojo.
—Buenos días. ¿Qué hora es?
—La hora del desayuno —dijo de espaldas a ella.
—Sí, ya se huele desde mi habitación, y tengo un hambre...
—No te preocupes, aquí tienes tu plato —dijo la mujer entregándole un plato repleto del desayuno: un huevo frito, dos tostadas con mantequilla y mermelada de ciruelas y una manzana roja. Sin duda, aquello era más que apetecible. La muchacha agarró una silla y se sentó. Su madre la imitó al lado suyo.
Sonrió.
—Bueno —dijo la mujer—. ¿Cuál es tu plan para hoy, Ismira?
—Pues no lo sé —respondió dándole un mordisco a una tostada—. Pasearé a las dos vacas o recogeré algo de leña. Estos días está haciendo un frío...
—Ya lo he visto, pero hoy no será un día demasiado frío —respondió.
—Y eso lo sabes porque...
—La forma de las nubes, el color del cielo... ¿No se suponía que eras tú la que tienes una ventana enorme?
—Sí, pero si me despierto tan temprano como hoy lo primero que pienso es en volverme a dormir y no en ver si hoy nevara o algo por el estilo— se encogió de hombros.— He quedado con Dayeli para ir a buscar moras. —Respondió—. Hace tiempo que no hago un pastel de frutos del bosque.
—¿A por moras? Entonces tendrás que ir a las Vertebradas.
—Sí, lo sé.
—Pero cariño —dijo lentamente—, las Vertebradas están un poco lejos de aquí yendo a pie y, conociendo a Dayeli, irá a caballo. ¿Cómo piensas llegar hasta allí?
La respuesta de su madre se elevó en el aire de la cocina. Ismira bajó la cabeza: la mujer tenía razón. Las Vertebradas estaban bastante lejos de Carvahall, y más si se iba a pie. Tanto ella como su amiga pensaban ir aquella mañana a por moras al bosque pero no se había percatado del pequeño gran inconveniente que se cernía sobre ella.
Suspiró.
—No te preocupes —susurró—. Cuando venga Dayeli le diré que no puedo ir con ella y asunto zanjado.
Su madre la miró y esbozó una sonrisa.
—Bueno, creo que hoy es un día muy especial, ¿no crees Ismira?
La chica levantó la cabeza y resopló.
—Sí. —Dijo con ironía—. Hoy hace frío, el cielo está gris y si tenemos suerte, saldrá el sol, pero seguirá haciendo frío. Todo un día “especial”.
—Ya veo que tienes poca memoria, hija.
—¿Y eso por qué? —inquirió extrañada.
Su madre no respondió. Se levantó de la mesa y salió de la cocina, dejando a su hija con la pregunta en la boca. Pasaron apenas unos segundos hasta que volvió a aparecer por la puerta, pero  llevando esta vez entre las manos un paquete envuelto en brillante papel amarillo. Se lo tendió a Ismira diciendo:
—Feliz cumpleaños Ismira.
La muchacha abrió mucho los ojos, sorprendida. ¡Hoy era su cumpleaños! ¿Cómo se le había podido pasar algo así? Sonriendo, aceptó el paquete y rompió en mil trozos el brillante papel que lo envolvía. Abrió una pequeña caja de madera.
—¿Te gustan? —preguntó su madre esperando haber acertado con el regalo.
Ismira sacó del interior de la caja un par de guantes de color chocolate. Los miró embobada.
—Son... son preciosos mamá. Qué suaves y qué bonitos son —susurró.
Y era del todo cierto. Los guantes estaban elaborados con suave ante de ciervo, cuidadosamente cosidos para que fueran simplemente perfectos. Ismira introdujo sus manos dentro de éstos. Eran calentitos y le venían perfectos, como si se los hubiesen hecho a medida. Tenían cada uno una pequeña tira de cuero brillante con una hebilla plateada casi en la zona del borde de la muñeca, lo que daba la sensación de que los guantes se aferraban a la muñeca perfectamente. Ismira se miró las manos, obnubilada por el regalo. Pegando un grito de alegría, se lanzó a los brazos de su madre y le estampó en la mejilla un sonoro beso.
—¡Oh Katrina, muchísimas gracias! ¡Es el mejor regalo que he recibido jamás! —exclamó—. Me encantaría que estuviese aquí padre para darle también las gracias a él.
—Ah no. De eso nada —dijo la mujer—. Éste es mi regalo. Tu padre no ha tenido nada que ver en el asunto. Es más, ni siquiera sabe nada de ello.
La joven frunció el ceño.
—¿No? Pero yo creí que...
—Tu padre te tiene otro regalo, cariño —dijo—. Anda, ven conmigo y te lo enseñaré.
Sin añadir nada más, la agarró de la mano y salieron de la cocina. Atravesó la casa y salió por la puerta principal de la casa. El frío que reinaba aquella mañana pareció recibirlas nada más poner un pie en el patio. Ismira no tenía ni idea de a dónde la estaba llevando su madre.
¿Tengo un regalo de mi padre? Pero ¿por qué está fuera?
—Mamá —cuando había entre ellas dos un momento de confianza mutua, Ismira la llamaba de esta manera— ¿a dónde vamos?
—Está por aquí —dijo—. No queda nada.
La condujo hacia la parte trasera del castillo, justo hacia los establos. Allí, que ella supiese estaban las dos vacas lecheras que poseía su familia y el caballo de su padre, que en aquel momento no estaba, puesto que se había marchado hacia ya cuatro días. Katrina abrió las toscas puertas de madera del recinto y entró. Ismira se mantuvo en la puerta.
¿Me irá a regalar una vaca?, se preguntó.
Su madre se dio la vuelta.
—Ismira, ¡venga ven! —se acercó hasta ella y le cogió del brazo. Aquello parecía divertir a la mujer.
El olor dentro de los establos era el típico olor a animales de granja, aunque su madre hacía todo lo posible para mantener aquel lugar lo más limpio posible. No necesitaron ninguna lamparilla ya que la clara luz de la mañana entraba a raudales por los ventanales de recinto. Un pasillo largo separaba a un lado y a otro a los animales, que estaban en pequeñas parcelas a ambos lados. Las dos vacas parecieron saludarlas, aunque ellas por el contrario ni se pararon.
Bueno, se dijo, al menos ya sé que no son las vacas. ¿Entonces...?
Atravesaron una a una las pocas parcelas que había hasta que llegaron al final.
—Ismira —empezó—. Éste es el regalo de tu padre. Feliz cumpleaños.
La muchacha tuvo que apoyarse en su madre porque casi se cayó del asombro. Delante de ella se alzaba, imponente, un precioso caballo de largas crines blancas. Tenía el pelaje castaño oscuro, al igual que sus ojos. Llevaba un bocado con adornos dorados y una preciosa silla de cuero sobre el lomo. El animal se giró hacia ella, clavándole sus ojos avellana.
—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Katrina esbozando una sonrisa.
La muchacha no respondió. No tenía voz en aquel momento.
—Pero cariño, ¡di algo!
La muchacha se giró hacia ella y saltó a sus brazos.
—Esto es... ¡es increíble! ¡Mi propio caballo! ¡No me lo puedo creer! —Ismira no podía sonreír más como en aquel momento—. Ojalá padre estuviese aquí para poder agradecérselo.
—No dudes que le habría encantado, pero ya sabes que debía marchar, aunque antes de partir me dio esto para ti —metió la mano en el bolsillo y sacó una carta sellada. Se la tendió.
La muchacha la cogió y la abrió. Apenas tenía una cara garabateada y en las palabras pudo distinguir la lera de su padre.

Mi querida Ismira
Antes que nada siento en el alma no poder estar ahí contigo en este día tan especial para ti, donde dejas de ser una niña para convertirte en toda una mujer. Me habría encantado estar ahora mismo a tu lado para poder decirte todo esto que he dejado escrito en esta carta.

Hija, felicidades. Todos los días no se cumplen dieciocho años. Estoy muy orgulloso de ti, de la mujer en la que has convertido. Te has echo mayor, más adulta y más seria, aunque sin duda todavía no has perdido esa sonrisa tuya tan bonita que te caracteriza y esa mirada tuya tan penetrante como tienen tus ojos azules. Todos estos años que hemos tenido la suerte de pasar tu madre y yo a tu lado han sido los mejores de mi vida y ésto no lo cambiaría por nada en este mundo.

Como te vas haciendo mayor, ya era hora de que tuvieses, al igual que tengo yo, tu propia montura por lo que, si no me equivoco, ahora delante de ti tienes a tu primer caballo. Es una yegua muy buena. No tiene nombre, ya que confío en que le sabrás buscar uno que le vaya a la perfección con su personalidad. Sea como sea, confío plenamente en ti. Si tienes problemas con el caballo acude a Dayeli. Ella te enseñará a entenderlo, aunque por lo que llevo viendo estos últimos días, pareces desenvolverte bien sobre el caballo de Dayeli.
 Dentro de pocos días volveré otra vez a Carvahall, y nada me gustaría más que verte sobre tu montura a mi regreso.
Cuidaos mucho tu madre y tú y sabed que os quiero muchísimo a las dos

Roran


Ismira sonrió y metió la carta en su bolsillo. Su padre la quería, de eso no tenía la más mínima duda, ni en aquel momento ni nunca. Según las palabras de la carta, sentía muchísimo no estar ahí con ella en su cumpleaños, pero no era culpa suya.
—Bueno —dijo Katrina mirándola— ¿qué decía la carta?
La joven levantó la vista.
—Papá nos manda besos y dice que nos quiere muchísimo a las dos. Me desea felicidades en mi cumpleaños y dice que siente no poder estar hoy aquí.
—¿Ves? Aunque tu padre no está aquí hace todo lo posible como para compensar su ausencia, ¿no te parece?
—Sí, ya lo he visto —sonrió.
Un sonido de cascos de caballo provino del exterior de la cuadra. Alguien había atravesado el patio.
—Bueno —dijo la mujer en un suspiro—, creo que alguien ha venido a verte.
Justo en ese momento las puertas del establo se abrieron de par en par y una figura femenina, ataviada con un vestido y una capa verde sobre los hombros entró con una sonrisa en su rostro.
—¡FELICIDADES ISMIRA!
El grito de la muchacha resonó por toda la cuadra.
Ismira sonrió a su vez.
Dayeli y sus entradas triunfales.

7 comentarios :

  1. *u*
    MOOLA! Yo tambie quiero un caballo por mi cumplee... ¡¡y unos GUANTESS, que me hielooo!! >^<
    Genial el capítulooo. Me paso a leer el siguientee *w*
    1 Besito de
    *KiWa*

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    Respuestas
    1. ^^ gracias Kiwa. Espero que te gusten los siguientes capítulos :D
      Salu2

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  2. muchisimas gracias estaba esperando k sacaran el quinto pero como no va a poder ser te doy las gracias por continuarlo tú, por cierto te esta quedando muy bien

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  3. gracias seguiciones como esta me alegran el dia, y te esta saliendo muy bien

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  4. Me esta gustando bastante

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  5. Tienes mucho talento, continúa escribiendo...

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